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- 2025-07-17
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AMUN.- La Paz no solo se vive en altura. También se vive en profundidad. Mientras las calles coloniales y los edificios modernos bullen con vida, mientras el tráfico surca la Mariscal Santa Cruz y los cables del Teleférico rompen el cielo como venas aéreas, existe otra ciudad, una que casi nadie ve, que casi nadie sospecha. Una ciudad húmeda, sombría, viva. Una ciudad de concreto, piedra, agua y memoria.
Todo comienza en un punto inadvertido: el pasaje Marina Núñez del Prado, a la altura de la estación del Teleférico Celeste. La gente camina, compra, corre, se saluda, espera. Nadie sospecha que debajo se abre un vientre de piedra, una garganta hidráulica por donde fluye el río Choqueyapu, encausado, reprimido, pero jamás vencido.
Ahí abajo —donde la luz no entra y el aire se espesa como un suspiro atrapado— se esconde la arteria subterránea de La Paz. Un laberinto de bóvedas centenarias que transporta no solo agua, sino también historias.
Es el embovedado del río Choqueyapu: la gran obra hidráulica iniciada en 1935 por el arquitecto paceño Julio Mariaca Pando. Su sueño era audaz: cubrir el río, esconderlo, contenerlo y levantar sobre él una avenida que guiara el crecimiento moderno de la ciudad. Así nació la Mariscal Santa Cruz. Así nació también la ficción de que el Choqueyapu había desaparecido. Pero no. El río sigue ahí. Vive.
El ingreso al corazón de piedra
Descendemos con cuidado. Las paredes, húmedas y desgastadas parecen las costillas de una bestia dormida. Nos rodean, nos observan. Han resistido sismos, crecidas, el peso de casi un siglo en la ciudad. Cada gota que corre entre sus muros parece llevar un pedazo de historia, un retazo de barro, una herida. A ratos, lo que escuchamos no es el agua: es el pulso de La Paz latiendo desde el subsuelo.
“Aquí abajo no se improvisa”, dice Cristian Cori, supervisor de obras del Gobierno Autónomo Municipal de La Paz, mientras caminamos con linternas encendidas y pasos medidos.
Nos encontramos en la caída número uno del sistema hidráulico, justo debajo de la calle Bueno. Arriba, una ciudad indiferente toma café, cruza avenidas, toma selfies. Abajo, técnicos y obreros operan en la penumbra como cirujanos dentro de un cuerpo abierto y vulnerable.
Una cirugía a cielo cerrado
Todo comenzó con una emergencia. Las lluvias intensas expusieron una erosión alarmante en el embovedado. Se actuó rápido: se desvió el cauce, se rompió la loseta superior, se instalaron nuevas tuberías, se vertieron más de 30 cubos de hormigón H21 con aditivos especiales. Fue una operación a corazón abierto, realizada en condiciones extremas.
Lo que se ve ahora es parte de la obra. Pero lo que no se ve es la urgencia que la impulsó. Una cavidad en la bóveda amenazaba con colapsar bajo la calle Bueno, arrastrando consigo parte del edificio de YPFB y posiblemente comprometiendo la estación del Teleférico. La Paz estuvo a centímetros del abismo. Y nadie lo supo.
“De no haberse intervenido, el daño habría sido catastrófico”, añade Cori, señalando una sección recién reforzada del muro, donde los sillares —bloques de piedra— fueron recolocados como piezas de un rompecabezas vital.
Piedras con memoria
Los sillares centenarios sostienen la ciudad desde las sombras. Estas piedras tienen historia. Muchas fueron talladas hace más de un siglo en la cantera de San Bernardo o extraídas de Comanche. Son del tipo B, de alta resistencia.
Las mismas que aún se usan en hogares paceños para moler la llajwa. Pero aquí, bajo tierra, no son utensilios: son escudos. Protegen las paredes internas del embovedado de la fricción brutal del agua, los sedimentos, el barro, los residuos que arrastra el río.
“Cada piedra aquí tiene una razón de ser”, explica otro técnico. “No es solo una pared: es una muralla viva. Si una cede, todo puede colapsar”, agrega.
Las bóvedas dobles permiten desviar el flujo mientras se interviene el otro lado. Esto garantiza que el agua siga fluyendo sin interrupciones y que el trabajo se realice sin comprometer la estructura. Pero no es fácil. Requiere precisión quirúrgica y un equipo humano que entienda que está trabajando en un entorno hostil, impredecible, donde el más mínimo error puede ser fatal.
Precisión bajo tierra y el ritual del pijcheo
Tecnología, disciplina y cuerpos entrenados contra el colapso. Por eso, los obreros que bajan aquí no son improvisados. Pasan por una formación rigurosa. Van equipados con arneses, cascos, mascarillas, sensores de gases, líneas de vida. Trabajan entre la humedad, el encierro, el silencio. Algunos dicen que aquí abajo el tiempo se dobla. Que el agua lo disuelve todo: los sonidos, los olores, incluso el miedo.
“Aquí el aire no es el mismo”, dice un encargado de seguridad. “Lo monitoreamos todo: oxigenación, concentración de gases, caudal. Si algo se altera, se evacua de inmediato”, destaca.
Selenia y el campamento de la resistencia
Donde empieza la guardia invisible del río y la ciudad. Selenia Rosso Azurduy camina entre conos naranjas, sogas enredadas, arneses colgados como escudos y botas de caucho alineadas como soldados listos.
Este es el campamento, el cuartel de los que cuidan el embovedado del río Choqueyapu, ese río domado que corre por debajo del casco urbano y que, si se desboca, arrastra historia, asfalto y vida.
“Aquí están los EPP”, nos dice. “Casco, guantes, botas, el overol Minion, Otros les dicen mínimo, no sé por qué. Es como una broma interna. Otros usan pescadera (esas botas largas que sirven para ir a cazar truchas)”, detalla.
Selenia es ingeniera ambiental, pero podría ser también narradora, cuidadora o centinela. Recorre con precisión cada rincón del campamento: el almacén con extintores (“sí, puede haber incendio allá dentro”), los handys (“porque abajo no hay señal”), el punto de lavado de manos, la ducha de emergencia (“por si alguien resbala y cae al río”) y la salida de emergencia, que nunca debe cerrarse.
—¿Te imaginabas, cuando estudiabas, que un día entrarías a un río por debajo de la ciudad?
—Nunca. Me dio miedo la primera vez. La entrada tiene como ocho o diez metros de altura. Pero ahora… me encanta. Es un trabajo lindo. Se aprende mucho.
Alba y el umbral de la seguridad
La mujer que guía, vigila y protege cada ingreso al túnel. Alba García Inquillo tiene otro rostro de la vigilancia: es la encargada de seguridad industrial y medio ambiente. Antes de cada ingreso al túnel, lidera una ceremonia casi ritual: la inducción.
“Primero se explica todo: riesgos, medidas, qué hacer si… Luego el equipo: casco con linterna y mentonera, máscara respiratoria, guantes, botas, traje impermeable. Todo el cuerpo tiene que estar cubierto. Luego se mide la atmósfera: monóxido, sulfuros, gases inflamables, oxígeno. Si algo falla, no se entra”, explica.
Esa mañana (30 de mayo de 2025), el medidor marca oxígeno en 20.8. “Casi como el aire que respiramos aquí afuera”, dice Alba. Entonces el grupo se alista. Uno a uno firma sus permisos de trabajo. Descienden. A las 10:00 vuelven a subir.
—¿Por qué?
—Porque allá abajo no hay aire puro. Es necesario salir, respirar, descansar, tomar agua. Algunos pijchean. Toman su hoja y vuelven a entrar. Dicen que eso ayuda. La leche… bueno, no hay estudios científicos sobre eso. Pero ellos la toman.
Todo en la bóveda es manual: no hay grúas ni tractores. Las herramientas son brazos, sogas, mazos, linternas. La oscuridad se disuelve a golpes de luz artificial, y los obreros se aferran a las líneas de vida como náufragos de piedra. El riesgo es constante, pero también la vigilancia. Alba lo repite:
—El control es permanente. Mi función es cuidar que ellos vuelvan. Siempre.
Allí abajo no hay celulares. No hay notificaciones. Solo agua, concreto y el sonido de las botas chocando contra la humedad. Pero gracias a Selenia, a Alba y a todos los que hacen guardia desde la superficie, el corazón hidráulico de la ciudad sigue latiendo.
El tiempo suspendido
Botas, sogas, linternas y una ciudad que sigue sin saber. En la superficie, la ciudad avanza sin saberlo. Sobre ellas. Sobre su trabajo invisible. Sobre su cuidado.
El tráfico sigue, los cafés siguen, las noticias siguen. Nadie piensa en las entrañas de la ciudad. Pero ahí abajo, entre sillares grises y pasadizos de concreto, cada paso es un acto de preservación. Cada gota de agua contiene una amenaza. Cada muro, una defensa. Cada intervención, una línea más en la historia silenciosa que La Paz escribe bajo tierra.
El tramo intervenido actualmente recorre más de 500 metros desde la calle Bueno hasta la Yanacocha. A lo largo del camino hay al menos nueve caídas: escalones hidráulicos que frenan el ímpetu del agua. Cada uno actúa como una piscina amortiguadora. Pero algunas están deterioradas. Presentan sifonamientos, filtraciones. Por eso se interviene. Porque si esas piscinas colapsan, el agua puede desbordarse por dentro. Y si eso ocurre, la ciudad puede sangrar desde las venas.
Una de las frases más repetidas entre el personal técnico es también la más certera: “Aquí no se improvisa. Aquí cada segundo cuenta”. Y lo cierto es que La Paz tiene éxito. Tiene éxito de tener un equipo técnico que la cuida desde las sombras. Que entra donde nadie quiere entrar. Que pone el cuerpo donde nadie mira. Porque en esas bóvedas —esos túneles húmedos y oscuros donde todo fluye, incluso la historia— se sostiene el presente de la ciudad. Y también su futuro.
Cuando el río respira, la paz vive
El río Choqueyapu no duerme. Su murmullo es constante, grave, ancestral. Su cauce recoge las aguas del Huayñajahuira, los residuos de las laderas, las lágrimas de las tormentas, los olvidos de los humanos. Todo fluye. Todo llega ahí. Todo se vuelve parte de esa corriente que no descansa. Y sin embargo, sobre ella, sobre ese río oculto, se levanta una ciudad entera.
Una ciudad que camina sin saber. Que corre, que trabaja, que sueña, sin mirar lo que hay debajo. Pero que, sin saberlo, está sostenida por esas venas de piedra, por esos obreros anónimos, por ese susurro hidráulico que resuena en las entrañas del tiempo.
Porque La Paz no solo respira por sus alturas. También respira por sus profundidades. Y mientras el agua siga corriendo, mientras las bóvedas resistan, mientras el corazón del Choqueyapu siga latiendo bajo tierra, La Paz seguirá de pie. Viva.