Loading
Imagínese que, sin su conocimiento ni consentimiento, alguien firma en su nombre un contrato por 300 millones de dólares. Un acuerdo que lo obliga durante décadas a un socio extranjero, que decide cómo se usará una instalación de alto riesgo radiológico en su propia ciudad, y que compromete recursos del Estado que, al final del día, son suyos y de todos los bolivianos.
Peor aún, ese contrato nunca fue aprobado por la Asamblea Legislativa Plurinacional, como exige expresamente la Constitución.
¿Le parece democrático? ¿Le parece seguro? ¿Le parece justo?
Este no es un ejercicio de ficción, es la realidad concreta del contrato suscrito el 19 de septiembre de 2017 entre la Agencia Boliviana de Energía Nuclear y el Instituto Estatal ruso Rosatom. Un pacto que va mucho más allá de un simple trámite administrativo, configura una de las decisiones más trascendentales en la historia tecnológica y energética de Bolivia.
Se trata del contrato para la construcción del Centro de Investigación y Desarrollo en Tecnología Nuclear (CIDTN) en la ciudad de El Alto, un proyecto ambicioso, sí, pero también un caso emblemático de cómo se salta la norma fundamental del país en nombre de la supuesta “urgencia” o la “estrategia nacional”.
En el proceso, se dejó al margen al único órgano con legitimidad democrática para autorizar contratos que comprometen recursos estratégicos, soberanía tecnológica y la seguridad colectiva, “la Asamblea Legislativa Plurinacional”.
Y eso no es solo un vacío técnico. Es una herida al Estado de Derecho.
¿Qué es un “contrato estratégico” y por qué jamás debe negociarse a espaldas del pueblo?
No todos los contratos del Estado son iguales. Algunos compran papel, alquilan oficinas o alquilan vehículos. Son actos administrativos cotidianos. Pero hay otros, los contratos estratégicos, que no solo gastan recursos públicos, definen el destino del país por décadas.
Hablamos de acuerdos en energía, defensa, tecnología nuclear, minería o hidrocarburos. Son pactos que tocan la soberanía, la seguridad nacional, el medio ambiente y hasta los derechos fundamentales de las generaciones presentes y futuras. Por eso, la Constitución no los deja al arbitrio de un solo poder.
El Artículo 158.I.12 de la Constitución Política del Estado lo establece con toda claridad: “Son atribuciones de la Asamblea Legislativa Plurinacional, además de las que determina esta Constitución y la ley: Aprobar los contratos de interés público referidos a recursos naturales y áreas estratégicas, firmados por el Órgano Ejecutivo”.
Esta no es una mera formalidad burocrática ni un trámite protocolar. Es un mecanismo esencial de control democrático. Es la forma en que el pueblo, a través de sus representantes electos, dice: “Esto nos compromete a todos. Por tanto, todos tenemos derecho a conocerlo, debatirlo y autorizarlo”.
Y si alguien aún duda de si la energía nuclear es “estratégica”, basta con leer las propias leyes bolivianas:
La Ley Nº 1003 de 12 de siembre de 2017, declara al Centro de Investigación y Desarrollo en Tecnología Nuclear (CIDTN) como “de prioridad e interés nacional, por su carácter estratégico”.
La Ley Nº 1205 de 01 de agosto de 2019 reafirma que “los proyectos en el ámbito nuclear son de interés nacional y carácter estratégico”.
Entonces, la pregunta es inevitable:
¿Cómo se explica que el contrato con Rosatom, por más de 300 millones de dólares, jamás haya sido sometido a la Asamblea Legislativa Plurinacional, como exige la Constitución?
No estamos ante una obra pública cualquiera. Estamos frente a la instalación nuclear más alta del mundo, construida a 4.150 metros sobre el nivel del mar, equipada con un reactor de investigación, un ciclotrón y un sistema de irradiación, y diseñada para operar durante 50 años. Y, lo que es más grave: con una dependencia técnica prolongada respecto de una corporación estatal extranjera.
¿Qué podría ser más “estratégico” que la soberanía tecnológica, el control radiológico y la gestión autónoma de una infraestructura de alto riesgo en el corazón de nuestro territorio?
Saltarse la aprobación parlamentaria no fue un descuido. Fue una decisión política deliberada. Y esa decisión, adoptada por las autoridades de la gestión de 2017, violó uno de los pilares más sagrados del Estado de Derecho, nadie ni siquiera el Órgano Ejecutivo está por encima de la Constitución.
Cuando se firma un contrato estratégico a escondidas, no solo se engaña a la Asamblea. Se traiciona al pueblo.
Tres Heridas al Corazón de la Democracia
Primero: la legitimidad democrática.
La Asamblea Legislativa no es un trámite. Es el espacio donde, en nombre del pueblo, se debaten y se aprueban los contratos que definen el rumbo nacional. Al excluir a los representantes del pueblo de esta decisión, se les robó a los ciudadanos su derecho a opinar, cuestionar y fiscalizar.
La democracia no se ejerce solo en las urnas, se ejerce también en el control parlamentario sobre decisiones que moldean el futuro del país. Cuando el Ejecutivo negocia a espaldas del Legislativo contratos que definen nuestra soberanía energética o tecnológica, no solo viola la ley, traiciona la confianza ciudadana.
Saltársela es desmontar ese orden. Es gobernar por decreto disfrazado de cooperación internacional.
Segundo: los riesgos reales, no teóricos.
Este no es un contrato cualquiera, se trata de una instalación nuclear en la altitud más elevada del mundo, con tecnología extranjera, personal boliviano y una relación de largo plazo con un proveedor estatal ruso. ¿Quién garantiza que los estándares de seguridad sean óptimos? ¿Quién asegura que la transferencia de tecnología no sea una ilusión? ¿Quién vigila que no se genere una dependencia operativa incontrolable?
Al omitir la aprobación constitucional, se abre una caja de Pandora de consecuencias concretas:
El contrato podría ser declarado nulo de pleno derecho.
El Estado no puede legalmente asumir obligaciones derivadas de él, ni pagos, ni recepción de equipos, ni transferencias de tecnología.
Los funcionarios que lo firmaron podrían incurrir en responsabilidad penal.
Y lo más grave, Bolivia podría quedar atada a un socio extranjero sin los mecanismos jurídicos para ejercer control soberano, porque el mismo contrato carece de fundamento legal interno y es confidencial.
No es una exageración, es derecho positivo.
Tercero: el precedente corrosivo.
Si se justifica en saltarse la Constitución “por la magnitud del proyecto”, mañana se hará con la defensa, con el litio, con las telecomunicaciones. La excepción se vuelve regla, y la regla se desvanece. La historia latinoamericana está llena de “grandes acuerdos” que terminaron en dependencia, deudas ocultas o litigios internacionales. La Constitución existe precisamente para protegernos de esa tentación autoritaria de “decidir solos en nombre de todos”.
“Pero es por el bien del país”, dicen…
Anticipo la réplica: “Es un proyecto científico, no hay tiempo para debates políticos”, “la confidencialidad lo impide”, “es una urgencia nacional”.
Permítanme ser claro, la agilidad nunca justifica la ilegalidad. Si algo es estratégico, justamente por eso requiere más transparencia, no menos. La democracia no es un freno al progreso; es la única garantía de que ese progreso no se convierta en una trampa para las generaciones futuras.
Además, la “confidencialidad” no es un manto mágico que exime del control parlamentario. La propia Ley 1003 establece que la Contraloría debe supervisar el CIDTN, y que cualquier auditoría debe resguardar la confidencialidad previa coordinación con la Agencia Boliviana de Energía Nuclear. Es decir, la transparencia y la reserva pueden coexistir, pero siempre dentro del marco constitucional.
Una llamada urgente a las nuevas autoridades
Hoy, en diciembre de 2025, Bolivia tiene una oportunidad histórica. Las nuevas autoridades que se posesionaron en noviembre no firmaron ese contrato. No heredaron solo una infraestructura, heredaron una bomba de tiempo jurídica.
Y aquí radica su responsabilidad:
Porque al final, la Constitución no es un libro polvoriento en un estante. Es la promesa colectiva de que el poder se ejerce con reglas, no con caprichos.
Hoy, más que nunca, Bolivia debe elegir: ¿seguir por el atajo peligroso de la arbitrariedad, o volver al camino seguro de la ley?
La respuesta definirá no solo el destino del CIDTN, sino el alma de nuestra democracia.