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Me casé con la persona equivocada. Y me alegro de haberlo hecho




19/06/2022 - 10:18:43

NY Times.- Creo sinceramente que todo el mundo se casa con la persona equivocada. Pero, incluso según ese criterio, nuestra unión fue complicada.

Nos casamos jóvenes sin tener idea de en qué nos estábamos metiendo o cómo decidir con quién casarnos, si es que debíamos hacerlo. Los dos llegamos con mucho historial a nuestra relación. Discutíamos mucho y no manejábamos bien los conflictos. Teníamos la vaga idea de que el matrimonio era bueno y la idea equivocada de que era un paso necesario hacia la adultez. Pero incluso mientras caminaba hacia el altar, tenía dudas sobre si debíamos casarnos.

Ahora mi esposo también es pastor anglicano y en los últimos veinte años ambos hemos presidido bodas y ofrecido asesorías prematrimoniales. Los dos reconocemos que si una pareja recurriera a nosotros con las dudas y los problemas que teníamos cuando nos comprometimos, quizá le diríamos: “¿Y si no se casan?”, que es lo que nos dijo nuestro consejero prematrimonial en aquel momento. Intuyó que nuestros caminos iban en rumbos distintos, que ninguno de los dos tenía una idea clara de quiénes éramos o qué queríamos, y que yo seguía pensando en otro chico. No escuchamos su consejo.

Casi dos décadas después, me alegro de no haberlo escuchado, pero también puedo decir que tuvo razón al advertirnos de los problemas que se avecinaban.

En los últimos 17 años ha habido largos periodos en los que uno de los dos, o los dos, hemos sido profundamente infelices. Ha habido momentos en los que el desprecio se asentaba en nuestra relación, apelmazado y duro como el lodo seco. Los dos hemos sido poco amables. Los dos nos hemos gritado groserías y hemos salido furiosos por la puerta. Ambos hemos sentido que necesitábamos cosas que la otra persona simplemente no podía darnos. Hemos asistido a terapia matrimonial durante el tiempo suficiente como para que nuestra consejera favorita se sienta como parte de la familia. Tal vez deberíamos incluir su foto en nuestra tarjeta navideña anual. En ocasiones, seguimos casados por pura obediencia religiosa y por el bien de nuestros hijos.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que divorciarse en Estados Unidos era sumamente complicado. Eso provocaba que las personas —por lo general mujeres— quedaran atrapadas con esposos mujeriegos y en matrimonios peligrosos y con maltrato. A veces el divorcio es una necesidad trágica. Me alegro mucho de que sea posible hacerlo.

Pero ahora el péndulo ha oscilado tanto que renunciar a la felicidad personal para permanecer en un matrimonio insatisfactorio parece de alguna manera vergonzoso o cobarde, quizás incluso equivocado.

Oímos historias de personas que salen del matrimonio como un acto de amor propio, para embarcarse en un viaje de autodescubrimiento personal, espiritual o sexual. Incluso hay una tendencia nueva por celebrar fiestas de divorcio. Por el contrario, la historia de alguien que se queda en un matrimonio decepcionante por los hijos o por un compromiso religioso o por alguna otra razón igualmente trivial es, en el mejor de los casos, aburrida. Lo que es peor, parece falsa y poco creativa, carente de audacia y de entusiasmo por la vida.

Esto representa un cambio en nuestra comprensión social de lo que es el matrimonio y cómo debería ser. En un artículo de 2010 para el Times, Tara Parker-Pope escribió: “Muchas parejas infelices han permanecido juntas por los hijos, la religión u otras razones prácticas, pero para muchas parejas, permanecer juntos no es suficiente. Quieren una relación satisfactoria y con significado”. Hoy en día, continuó, la gente “quiere parejas que hagan su vida más interesante”.

Si como cultura consideramos la búsqueda de la realización personal como un deber sagrado, permanecer en un matrimonio infeliz se considera entonces un acto de traición a uno mismo.

No sé si amaba de verdad a mi esposo cuando nos casamos o si sabía siquiera lo que era el amor, pero sé que estamos aprendiendo a amarnos con cada día que pasa y que hay una profunda alegría en ese proceso desordenado. Hay noches en las que él se sienta a leer en silencio, y yo lo miro y recuerdo la pronunciada cuesta que hemos subido y que seguiremos subiendo, y me siento abrumada de gratitud porque se quedó conmigo, porque podemos vivir esta vida juntos, con todo el dolor, la traición, la gloria, la hermosura, la sorpresa y el misterio que eso conlleva. Ha surgido mucha belleza de lo que a veces parecía un terreno pedregoso imposible de transitar.

Por supuesto, todos queremos que nuestras relaciones sean significativas y satisfactorias. No quiero volver a los días en los que se esperaba que el matrimonio no fuera más que un trabajo duro, los días en los que el famoso pastor del siglo XVIII, John Wesley, dijo (de manera un tanto hilarante) sobre su matrimonio: “No busqué la felicidad en él, y no la encontré”, pero quizá parte de la formación de las relaciones significativas que anhelamos implique soportar periodos prolongados de insatisfacción y decepción.

De ninguna manera soy alguna suerte de gurú de las relaciones, y sé que la situación de mi esposo y la mía no es traducible a otros matrimonios. Sé que somos afortunados. Tenemos a dos personas en una relación dispuestas a trabajar en ella, lo cual no sucede en todos los casos, y nos hemos librado del abuso de sustancias o de enfermedades mentales graves no tratadas, cosas que a menudo destrozan las relaciones. No doy muchos consejos matrimoniales, pero quiero señalar que la elección de permanecer en un matrimonio por todo tipo de razones no románticas es una decisión buena e incluso valiente y, aunque nunca sería un gran libro o película, esa elección ofrece su propio tipo de camino sosegado de descubrimiento, crecimiento, amor y prosperidad.

Las estadísticas lo confirman. Un estudio longitudinal realizado en 2002 por una socióloga de la Universidad de Chicago, Linda J. Waite, reveló que “dos de cada tres adultos infelizmente casados que evitaron el divorcio o la separación terminaron por sentirse felizmente casados cinco años después”. También demostró que para quienes eran infelices, el divorcio no aumentaba la felicidad con el tiempo: “Los adultos infelices casados que se divorciaron o separaron no fueron más felices, en promedio, que los adultos infelices casados que siguieron así”. El divorcio tampoco redujo los índices de depresión ni condujo a una mejora de la autoestima.

Entiendo perfectamente que en ocasiones el divorcio es inevitable, y desde luego no quiero que nadie se quede ni un minuto en una relación violenta, pero para las personas en matrimonios no violentos pero complicados, Waite concluye que el divorcio a menudo no ofrece los beneficios prometidos, y que “es probable que tanto las personas como los matrimonios sean más felices en comunidades en las que hay un compromiso sólido con la permanencia matrimonial”.

En un ensayo para el Times, Alain De Botton escribió: “Elegir con quién comprometernos trata simplemente de identificar a qué variedad específica de sufrimiento nos gustaría entregarnos más.”

Quiero normalizar los periodos significativos de confusión, agotamiento, dolor e insatisfacción en el matrimonio. Conozco a una pareja mayor que está en su quinta década de matrimonio. Son divertidos y amables y, según casi cualquier criterio, son la viva imagen de las #relationshipgoals. Al principio de nuestro matrimonio nos dijeron: “Hay momentos en el matrimonio en que el llamado de la Biblia a amar a tus enemigos y el llamado a amar a tu cónyuge son el mismo”.

Me he aferrado a esta premisa en momentos de frustración profunda, cuando mi esposo y yo nos hundimos en el suelo de la cocina llorando, cansados de dar vueltas y vueltas, sin saber qué más hacer además de rezar, hacer que los amigos recen y seguir poniendo un pie delante del otro. Estos momentos de tristeza profunda fueron horribles, pero creo que es cuando comenzó el verdadero crecimiento de nuestro matrimonio.

El día que nos casamos, la gente nos escribió notas amables para bendecir nuestra unión. Algunas decían: “Que siempre sientan lo que sienten hoy el uno por el otro”. Incluso entonces, eso me pareció más bien una maldición, una forma de desear el estancamiento. No siento por mi esposo lo mismo que cuando nos casamos. Ambos somos mucho más conscientes de las odiosas imperfecciones y patologías reales que tenemos ambos, pero también siento mucha más lealtad, respeto, amor, deleite y cuidado por él de lo que era capaz en ese entonces. He descubierto lo difícil que es vivir conmigo y lo difícil que es vivir con él, pero también hemos aprendido la danza trágica, cómica, llena de tropiezos y profundamente alegre de la convivencia a pesar de todo.

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