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Marcelo Ostria Trigo

Una hora amarga


2014-03-19 - 09:30:50

Hay épocas en que parece que los pueblos sufren todas las desventuras imaginables. En nuestro caso, ésta es una de esas épocas. No solo se trata de las penurias que han ocasionado los desastres naturales como los que ahora afligen a los bolivianos que, al fin, pueden ser superados. Una de las más graves desgracias y amarguras, porque sus secuelas se extienden a todos los niveles, es la corrupción generalizada.

La corrupción no se limita a la apropiación ilegal de dinero o de bienes públicos. Abarca, además, las intrigas, las calumnias, las zancadillas políticas, la persecución a la necesaria oposición.

Y es corrupción también cooptar la justicia y convertirla en instrumento de acoso y persecución, en la forma de procesos judiciales espurios, como el mal llamado juicio por terrorismo.

En suma, es corrupción atentar contra la libertad y desconocer los valores democráticos y buscar el monopolio de la información y anular el derecho a la libre expresión para tapar tropelías. Todo esto se cierne como una amenaza para todos los que se atrevan a contradecir al régimen.

“La corrupción no tiene rostro, es apátrida y no deja firma, por ello es muy difícil combatirla. No obstante, su presencia socava la democracia y el Estado de derecho de los países, da pie al florecimiento de la delincuencia organizada y, lo peor de todo, afecta principalmente a los más pobres, porque desvía los recursos destinados a mejorar su calidad de vida…”. (Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Crimen/UNODC).

Este mal no es nuevo, pero ahora se está acrecentando porque hay quienes lo justifican invocando que se trata de llevar adelante un proyecto político. Y hay que reconocer que no han faltado iniciativas para luchar contra la corrupción. “En 1996, los Estados miembros de la OEA adoptaron el primer instrumento jurídico internacional anticorrupción y en 2002 pusieron en marcha el mecanismo que evalúa su cumplimiento. La Convención Interamericana contra la Corrupción y el Mecanismo de Seguimiento de su implementación (Mesicic) constituyen, desde entonces, los principales instrumentos de cooperación para prevenir, detectar, sancionar y erradicar la corrupción en las Américas”.

Lo anterior ya es solo una expresión de buenos deseos. Lamentablemente, la organización interamericana ha perdido capacidad para poner en movimiento los mecanismos previstos. Resulta, entonces, que la responsabilidad de luchar contra la corrupción radica en cada uno de los países y, por lo visto, esto no sucede.

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